“Para garantizar la justicia en la solución aplicada al conflicto por parte ese tercero interviniente en las posturas enfrentadas, a aquel se le dotó anticipadamente de un estatuto, unos privilegios y prerrogativas decisorias, que lo pudieran sustraer de las previsibles influencias y presiones tanto de las partes litigiosas, como de otras externas con intereses en aquel”.
Por Nguema Eló Adá, Jurista y Politólogo
La funciona jurisdiccional, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, es quizás una de las más complejas y trascendentales de las sociedades modernas, ya que a diferencia de otras tantas como la del pintor, albañil o arquitecto cuyas obras y realizaciones son adquiridas y consumidas desde la libre voluntad de quien decide pagar por ellas, en un plano inicial de pasividad no conflictivo, el arte de juzgar y exigir el acatamiento de lo juzgado se caracteriza por su obligatoriedad, aun recurriendo a la coerción si ello fuera necesario, en cuyo origen y razón de ser, está la conjuración histórica del conflicto y sus derivados, la conciliación racional de intereses socialmente opuestos en las sociedades modernas, muy diferente a las de la antigüedad en las que reinaba la ley del más fuerte sobre el débil, o el ojo por ojo diente por diente característico de sociedades Hobbesianas ,gobernadas por la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón, y que por ello son aborrecidas en casi la totalidad de comunidades civilizadas contemporáneas.
La aplicación de la ley, como un proceso de alteridad (entre partes), implica la resolución de una controversia seleccionando una previsión normativa frente a la otra, mediante la recopilación y confrontación de datos y hechos (pruebas), la observancia de determinadas pautas, tiempos y formas (el proceso) y la justificación racional de la decisión final adoptada (motivación)
A lo largo de la historia de la humanidad los conflictos sociales se han resuelto de formas muy diversas que van desde la venganza personal, la autocomposición, o la imposición de la decisión del agraviado sobre el ofensor (justicia por propia mano) , hasta desembocar en el actual modelo de heterocomposición casi universalmente aceptado y emulado, que requiere de la intervención preestablecida de un tercero ajeno a los intereses en conflicto para para dar una respuesta fundada a la cuestión planteada, que tiene su génesis en todas las sociedades racionales , si bien de manera muy pronunciada en la Europa de la industrialización y los problemas sociales que aquella trajo aparejados.
Para garantizar la justicia en la solución aplicada al conflicto por parte ese tercero interviniente en las posturas enfrentadas, a aquel se le dotó anticipadamente de un estatuto, unos privilegios y prerrogativas decisorias, que lo pudieran sustraer de las previsibles influencias y presiones tanto de las partes litigiosas, como de otras externas con intereses en aquel. Ya que a él se le confía la decisión última sobre cuestiones vitales, algunas de vida o muerte, que atañen a la comunidad. Por esta razón desde tiempos inmemoriales surgió la figura del juez, como arquetipo de un tercero-juzgador ajeno a la disputa, profesional e imparcial dotado de un poder de auctoritas, para imponer la respuesta vislumbrada a las partes en disputa. Pero para que este juez, tercero y ajeno a los intereses en conflicto imponga su decisión a los litigantes, los ordenamientos jurídicos de casi todos los países le exigen que cumpla con su labor, como se ha dicho antes de manera ecuánime y profesional, sometido única y exclusivamente a los dictámenes de la ley. En nuestra sociedad, estos mandatos vienen recogidos en varios artículos tanto de la Ley Fundamental como de la Ley número 5/2009, Reguladora del Poder Judicial de nuestro país(LOPJ), a saber: la exclusividad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado por parte de los juzgados y tribunales ( artículos 91 de la Ley Fundamental y articulo 1 de la LOPJ), el sometimiento al imperio de la ley (artículo 93 de la Ley Fundamental), la obligación que tienen las personas físicas y jurídicas de respetar la independencia del poder judicial (artículo 10); la responsabilidad en el desempeño de funciones jurisdiccionales (artículo 8 LOPJ). La razón de todas esas exigencias legales a los juzgadores radica en que, con ello se pretende conjurar todo atisbo de parcialidad, aun cuando fuera una mera sospecha a la hora de decidir un asunto que se les haya sometido, ya que las resoluciones judiciales, para que sean asumidas y acatadas por los justiciables, deben dotarse de legitimidad, o lo que es lo mismo, ser percibidas como justas, al haber sido dictadas por la autoridad competente para ello , siguiendo previamente todos y cada uno de los pasos establecidos por la ley, en caso contrario adolecerán de vicios invalidantes que acarearán su rechazo, no solo por las partes en disputa , que alegarán alguna indefensión, sino por toda la comunidad destinataria final.
Para cumplir con esa función, el juez no solo debe respetar el procedimiento legalmente establecimiento hasta la resolución final que escoja, o justificar de forma motivada, la ley y artículo aplicados entre las opciones disponibles, mediante el proceso intelectual de la subsunción, sino que también de manera externa debe guardar un comportamiento y apariencia ejemplares, evitando todo trato o acercamiento personal que pueda dar lugar a interpretaciones de favoritismo hacia una de las partes frente a la otra. No ayuda precisamente a conseguir ese objetivo la situación que actualmente se observa de nuestros juzgadores, a los que no es infrecuente ver en establecimientos públicos, comer, charlar y hacer algo más, quién sabe qué cosa, con Abogados que tienen causas y expedientes en los juzgados y tribunales a su cargo. No se trata de ser descortés o de huir de la compañía de los demás compañeros y operadores jurídicos, frente a los que el Código Deontológico impone respeto, lealtad y espíritu de compañerismo, se trata de evitar que la línea que separa una cosa de la otra, sea tan fina que induzca a sospechas de parcialidad o favoritismo, con la consiguiente erosión del necesario prestigio profesional en cuestión, ya que como dice el título de este artículo, el juez como la mujer del César, no solo debe serlo, eso es, conocer el Derecho, aplicarlo siguiendo las pautas establecidas y estar investido de las prerrogativas inherentes a su labor, sino que también debe parecerlo, en el sentido de guardar la apariencia social de un tercero ajeno e indiferente a los intereses en disputa, que no es amigo/enemigo ni favorece a ninguna de las partes en perjuicio de la otra, ya que de esa impresión de profesional imparcial depende no solo su propio prestigio y honor, sino el de toda la estructura del poder judicial de nuestro país.
Un comportamiento social intachable por quienes están llamados a decidir sobre los bienes, derechos y vida de los demás en nuestra sociedad, no solo ayuda a conseguir una comunidad más justa, sino que enorgullece a todo el gremio del poder judicial en nuestro país.